1 d’octubre del 2021

Pajarillo

Cuántas veces he caminado por la arboleda en pos de una explicación esquiva, de una comprensión nueva a un problema antiguo… Mis paseos por este camino de arena han sido casi más significativos en mis investigaciones que los cientos de cartas que he intercambiado con tantos caballeros de todo el mundo. Me han despejado la mente, me han sacudido las ideas y me han dado una paz física y espiritual que ha rehecho mi cuerpo y mi pensamiento atormentados.

Hoy hace sol, después de varios días de lluvia. Aunque el tiempo es fresco, la luz y el calor del astro rey nos reconfortan. A pesar de las quejas de mi querida Emma, he salido con las niñas para que les dé el aire libre. Annie lo necesita más que nadie en la familia; Etty necesita seguir a su hermana mayor, como casi siempre. Se han parado a unos metros atrás, explorando los márgenes. Me encanta observarlas: Annie concentrada en lo que sea que observe; Etty, concentrada en su hermana, siguiendo la jerarquía natural en los seres vivos.

A menudo pienso que debería escribir un tratado sobre el comportamiento humano. Con los años, he recolectado centenares de notas sobre lo que he observado en mis propios hijos. Sin embargo, Huxley insiste en que prosiga en mis averiguaciones sobre la herencia con modificación y que no pierda el tiempo en especulaciones “inútiles”. No me lo parecen tanto. Cada vez estoy más convencido que en la naturaleza todo tiene relación en el plan del Creador.

Las niñas se acercan a paso ligero. Annie lleva en sus manos un objeto desconocido. Cuando llegan hasta a mí, me lo muestra. Es un polluelo gris, a duras penas emplumado, seguramente de un grajo.

—¡Mira, papá, habrá caído del nido!

El animal parece muy débil. A pesar de sobrevivir a la caída, habrá pasado la noche al raso y tiene un ala rota y no me cabe duda de que vive sus últimos instantes de vida. Las niñas me miran ansiosas, como si fuera un dios griego que pudiera insuflar vida a tan frágil criatura.

—¡Tienes que hacer algo, papá! —Etty siempre ha sido más vehemente. Su hermana mayor me observa, inquisitiva.

Solo se me ocurre esperar a que ocurra lo inevitable y darle un buen sepelio.

—No se puede hacer nada. Seguramente, en su estado, de nada serviría devolverlo a su nido; eso si lográramos alcanzarlo.

—¿Cómo pueden abandonarlo sus padres?

—Son las leyes de la naturaleza, Etty. Ellos son incapaces de transportarlo a su hogar y si se quedaran con él para protegerle, deberían abandonar a los polluelos que sí pueden sobrevivir.

—No me gustan esas leyes.

Me lanzo a formular, de una forma que intenta ser comprensible para ellas, los enunciados de la teoría del Sr. Malthus sobre el crecimiento de las poblaciones.

—¿Así que algunos deben morir para que otros puedan sobrevivir?

Sonrío ante la gran perspicacia que, como siempre, muestra Annie.

—Exactamente, cielo.

—¿Como la pequeña Mary?

Ella no la recuerda, claro está, pero el espíritu de nuestra segunda hija sigue sobrevolando la casa.

—Los designios de Dios no son los mismos para los hombres que para las bestias.

No parece el mejor día para hablar de la muerte. La observo y no parece muy convencida. Aunque parece bien abrigada, empiezo a pensar que Emma tenía razón. Tiene las mejillas blancas como la leche y la respiración agitada. Tose ligeramente.

—Quizá debamos volver a casa. Podéis llevar al polluelo y dejarlo en la cocina. Quizá con el calor se rehaga un poco. Y vosotras también.

Volvemos en silencio, a paso ligero, hasta Down House. Emma nos espera en la puerta. Annie le muestra el polluelo, lo que provoca que se le arrugue el entrecejo. Siempre piensa que dejo a las niñas demasiado libres. No puedo evitarlo. Y menos con Annie.

—Annie y Etty Darwin será mejor que entréis, os quitéis esas prendas húmedas y os calentéis en la chimenea.

Las niñas corren a obedecer a su madre.

Luego se gira hacia mí.

—Charles, he encontrado esto.

Me muestra un pequeño pañuelo con las iniciales A.D. bordadas. Tiene una mancha roja.

—Lo había escondido en la caja de los juguetes.

—No quiere preocuparnos.

—Debemos hacer algo.

—Hoy mismo le comunicaré al doctor Gully que llevaré a Annie conmigo a su clínica.

—Quiero ir con vosotros.

—Emma, debes cuidar de nuestros otros hijos. Y en tu estado…

Ella se acaricia el vientre prominente.

—Cuídala por los dos.

Me besa en la mejilla y se retira al interior de la casa.

Yo me quedo allí, contemplando el sol primaveral bañando el verde de los prados. Las primeras flores saludan el cambio y los grajos y otras aves dibujan arabescos en el cielo azul.

Pero el sol no ilumina mi corazón.

Molly, la cocinera, aparece en la puerta.

—¿Qué hago con esto, señor?

Me muestra el pajarillo que, claramente, ha pasado a mejor vida. Recojo el pequeño cuerpo que casi no pesa en mis manos. Les pediré a las niñas que elaboren un pequeño recordatorio y luego lo enterraremos en el jardín.

Contemplo de nuevo la arboleda que esconde el camino de arena y esta vez no encuentro allí ni explicación ni consuelo alguno. Espero que el pajarillo no sea un mal presagio y que nuestra pequeña Annie esté en mejores manos que las mías. No le pido nada a un Dios que cada vez me parece más lejano.

Ya lo hará Emma por los dos.

Annie Darwin (Creative Commons)


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